El desarrollo de la mano
Durante el primer año de vida la mano evidencia una acelerada sucesión de progresos, de integración de funciones, de adquisición de múltiples logros que, al ejercitarse, se enriquecen recíprocamente y sientan bases para habilidades nuevas.
En dicho desarrollo se advierte claramente la característica de la maduración neuropsíquica: el progreso desde lo proximal hacia lo distal; y la evolución de lo reflejo a lo cortical y de lo inconsciente a lo voluntario a través de la ejercitación y la superación de dichos reflejos y de la organización de la conducta.
Como el tono flexor predomina durante las primeras semanas de vida los dedos del recién nacido tienden a flexionarse cerrando la mano; el pulgar, que también por lo común se flexiona, queda fuera, y sólo por momentos, dentro del hueco de la palma; su inclusión permanente obliga a realizar un examen cuidadoso aún en el período neonatal pues puede ser signo de disfunción neurológica (fig. 85).
El reflejo de prensión palmar está siempre presente en el recién nacido normal; concuerdan en ello los autores que lo investigaron; no obstante, puede ser débil y a veces en resorte durante las horas que siguen al parto. Su ausencia total es signo patológico. Hacia el tercer día de vida ya debe ser enérgico, y es habitual que la mano del recién nacido se aferre vigorosamente a los objetos que estimulan la sensibilidad de sus palmas.
Se ubica esta reacción entre los reflejos cutáneos, pero tiene implicancias sensoriales y posturales: si el objeto colocado en la mano está muy frío o muy caliente, o si punza, raspa, o pellizca, produce una reacción defensiva de retirada que muestra la selectividad de los receptores sensoriales (Stirnimann).
La influencia de la postura se evidencia con la maniobra descrita por André-Thomas (1952): con la mano extendida sobre el antebrazo, la prensión palmar es mucho más intensa que con la muñeca flexionada. Asimismo, puesto el niño en decúbito lateral, la mano del miembro que queda arriba reacciona mucho más vivamente que la que queda debajo, contra el plano de apoyo; esto rememora el rol del reflejo de prensión palmar en el mantenimiento de la postura de los primates pequeños. La semejanza del reflejo de prensión palmar en el recién nacido y el macacus rhesus fue detalladamente estudiada por Richter quien concluye que dicho reflejo representa una función filogenéticamente establecida.
Para determinar la presencia y la intensidad de esta reacción, los pediatras suelen utilizar la maniobra semiológica que consiste en suspender al niño, prendido con ambas manos de los dedos del observador (fig. 86).
Las características y la evolución de la suspensión por prensión palmar fueron estudiadas por McGraw en noventa y un niños, desde los primeros días de vida hasta más allá del primer año. Sus observaciones coinciden con la experiencia recogida en los consultorios de clínica pediátrica: la posibilidad de elevar al bebe de su plano de apoyo por medio de la prensión palmar aumenta desde el nacimiento para ser máxima hacia fines del primer mes; luego se atenúa progresivamente, hasta desaparecer durante el tercer mes, en cuyo transcurso es frecuente observar la respuesta “en resorte”: el niño flexiona sus dedos en torno a los del médico pero la reacción tónica flexora no alcanza a mantenerlo suspendido y, luego de despegar la cabeza y el dorso del plano de la mesa, va dejándose deslizar hasta quedar nuevamente en decúbito dorsal.
El reflejo de prensión palmar, “compleja sinergia tónico-prensora” a decir de Lamote de Grignon, es coetáneo de esa otra sinergia que constituye la matriz o armazón de la conducta postural del lactante: el reflejo tónico cervical asimétrico. Desde el nacimiento hasta los tres o cuatro meses de edad, la ejercitación simultánea e integrada de ambos reflejos irá enriqueciendo su conducta y por ende sus conocimientos. En efecto, en el curso del segundo y del tercer mes el niño ensaya la fijación ocular sobre sus manos, no sobre ambas sino sobre una u otra, y recibe las primeras aferencias que le permitirán elaborar imágenes internas fragmentadas de ellas como tempranos elementos de su futuro esquema corporal (fig. 87).
Aunque a esta edad no hay una real percepción de los estímulos, que no pasan, probablemente, del nivel de “impresiones”, a decir de Wallon, la multiplicidad y variación de los estímulos externos deja sus huellas enriquecedoras para un inicial conocimiento del propio cuerpo y su diferenciación con lo que le rodea, con lo que ha podido contactar a través de la superficie de la piel, en particular con la boca y las manos. Nos preguntamos, con André-Thomas, cuánto influye en este proceso la estimulación constante que implica el contacto de las yemas de los dedos contra la palma, favorecido por el predominio del tono flexor propio de la edad.
Están dadas dos condiciones favorables: la actitud de esgrimista, que ofrece la mano, por así decirlo, como objeto propicio para la incipiente fijación ocular, y los estímulos propioceptivos originados en la contracción tónica de los dedos. A medida que se repiten, las apariciones de la mano en el campo visual dejarán de ser eventuales, y de alguna manera el mismo niño procurará repetir el ademán, llegando más adelante a reiterarlo voluntariamente en reacciones circulares que le producen placer (Piaget).
Durante el cuarto mes se atenúan y desaparecen ambos reflejos: el niño deja de ser un ser asimétrico (Gesell, Escardó, Gareiso), y cesa el automatismo que mantenía sus manos tensas, cerradas sobre sí mismas o en torno al primer objeto que rozara las palmas; puede no haber actividad prensil: el niño se encuentra en la etapa neutra para la actividad refleja señalada por la escuela francesa a partir de André-Thomas.
En ese momento aumenta considerablemente el interés del niño por sus manos: las observa ahora simultáneamente, ubicándolas con frecuencia frente a la vista, sobre su tórax cuando está en decúbito dorsal, o sobre el plano de apoyo delante de su rostro, en decúbito ventral (figs. 88 y 104).
Las impresiones que provienen de sus manos, llegan al niño por múltiples receptores: propioceptivos, visuales, orales, táctiles, y estos últimos con una duplicación que, como lo ha señalado Wallon, enriquece particularmente la gestalt de las manos por el recíproco contacto de ambas (fig. 47).
Los primeros intentos de prensión voluntaria comienzan en el curso del cuarto mes con movimientos globales y desordenados de la parte proximal de los miembros superiores; el desarrollo de la prensión sigue una progresión descendente desde el hombro —cuarto mes— hasta la extremidad distal de los dedos índice y pulgar —once o doce meses. Tabary señala esta evolución de lo global a lo discriminado y la construcción de nuevas estructuras por la disociación de esquemas complejos en elementos simples.
Las primeras aproximaciones de la mano al objeto apetecido, a los cuatro o cinco meses, son siempre precedidas por la fijación ocular sobre dicho objeto: es neta la diferencia con la prensión refleja, que sólo se cumple cuando el estímulo contacta con los receptores palmares. Para que se ejercite normalmente la prensión voluntaria es imprescindible una correcta sinergia óculo-manual. Pero la vista y la motricidad íntegras e integradas no son los únicos requisitos: debe existir suficiente atracción en el estímulo, y ha de estar el niño afectivamente dispuesto a prestar atención a un objeto externo como para mirarlo y tenderle la mano.
La inmadurez y la inexperiencia iniciales hacen que la prensión sea torpe e insegura; la función no está aún localizada adecuadamente en la mano que se dirige hacia el objeto: se desencadenan movimientos mal discriminados de todo el miembro superior. Baruk, en detallado análisis del desarrollo de la prensión, califica a los movimientos manuales de esta edad como impulsivos, disimétricos, e ineficaces para cumplir su objetivo. La simetría propia de la edad impulsa a efectuar simultáneamente movimientos semejantes con ambos miembros (fig. 89).
La secuencia descrita —ejercitación del reflejo, breve período neutro, comienzo de la prensión voluntaria— es la que se observa habitualmente, y coincide con lo descrito por André-Thomas, Koupernik y demás integrantes de la escuela neuropediátrica francesa. No obstante, como señala Ponces, no es incompatible la persistencia del grasping con la aparición de la prensión voluntaria: niños de más de seis meses, afectados de lesión cerebral espástica o atetósica, de buen nivel de comprensión y con voluntad de asir, pueden lograr su objetivo pese a la interferencia del reflejo que dificulta la acción. Hecho similar hemos observado en lactantes de dos y medio a tres y medio meses de edad, sanos, de excelente maduración, muy estimulados. Son bebés que tuvieron desde sus primeras semanas una ejercitación del reflejo prensor desacostumbradamente rica: recibieron repetidas caricias sobre sus palmas; les colocaron juguetes en las manos; fueron llevados del decúbito dorsal y a la posición sentada utilizando la firmeza con que se aferran de los dedos de los padres; se les favoreció la conexión de la mano y de los objetos en ella colocados con la vista y con la boca. Los niños criados en esos medios plenos de estímulos, suelen no pasar por el período neutro: comienzan la prensión voluntaria en el curso del tercer mes, con marcada torpeza, pero con evidente tendencia por reiterar la acción con aparente finalidad; la prensión voluntaria se perfecciona en ellos a medida que se borra la prensión refleja. Es notorio que el ejercicio acelera el desarrollo, y que las manos estimuladas ganan pronto destreza. Lo confirman las observaciones de Fernández Alvarez, que investigó la evolución de la prensión en lactantes sanos criados en instituciones: en un medio carenciado de afecto y de motivaciones, “oligoestimulados”, inician la prensión voluntaria muy tardíamente, más allá de los seis meses de edad, y aún entonces es dado observar restos de prensión refleja.
Al instalarse la prensión voluntaria normal, entre los cuatro y los cinco meses, no existe inicialmente diferenciación de roles ni de funciones entre los dedos; no hay oposición del pulgar ni esbozo de pinza. Para alcanzar un objeto colocado sobre la mesa el niño tiende una mano, a veces ambas, y se lo aproxima con un movimiento de barrido en el que la parte cubital de la mano participa al menos tanto como la radial: es la prensión más primitiva, el grasping (figs. 90 y 91).
En el curso del séptimo mes todavía el niño tiende a asir objetos efectuando movimientos de rastrillo, pero ahora se insinúa un cambio trascendente: la supinación obligada en que se ubicaba el antebrazo para cumplir el ademán, cede lugar a un esbozo de pronación; esto facilita el desplazamiento del eje de la mano hacia el lado radial, que asume desde entonces el predominio funcional (fig. 92).
En torno a los seis meses se atenúa la tendencia bimanual para asir objetos; pero cada vez que una mano atrapa algo, lo transfiere a la otra que, a su vez, lo devuelve a la primera, y así sucesivamente en un incesante vaivén, durante el cual hay altos para mirar el objeto o para llevarlo a la boca. Y, más adelante, para el golpeteo ocasional contra la mesa, actividad que se hace predominante hacia los siete u ocho meses.
El movimiento vertical de golpeteo cede paso a los nueve o diez meses al movimiento horizontal: el niño enfrenta los juguetes que tiene en cada mano, los “apone”, según el término usado por Gesell, o bien enfrenta sus manos con el juego de “hacer tortitas”.
Paralelamente con el perfeccionamiento de habilidades prensiles, las manos colaboran con el desarrollo de la estática y de la motricidad. Durante los primeros tres meses no participan en ninguna de esas funciones. La primera actividad, en ese sentido, se observa a los tres o cuatro meses, cuando colocado el lactante en decúbito ventral comienza a apoyarse sobre manos y antebrazos y, en base a ello, consigue mantener erecta la cabeza, ya elevada en el plano sagital por el reflejo de enderezamiento cefálico (fig. 62). Alrededor de los seis meses, en la misma posición, el niño logra apoyarse sobre las palmas de sus manos y, extendiendo los miembros superiores a manera de palancas, alcanza a sostener parte del peso de su cuerpo (fig. 73). Más adelante, las manos colaboran con la deambulación durante el gateo, y, circunstancialmente, en la maniobra de “la carretilla” (fig. 74).
Alrededor de los seis meses se desarrolla la función “paracaidista” de la mano, con todas las implicancias ligadas a su papel en la defensa contra las caídas, y a la seguridad que brinda al niño y le permite aventurarse a la exploración del entorno (fig. 72)
Más tarde, y sin perder las destrezas adquiridas, la mano se va liberando progresivamente de la función de soporte. La posibilidad de mantenerse sentado sin el auxilio de los miembros superiores fue señalada por Aníbal Ponce como un paso trascendental en el desarrollo (fig. 93).
El lado radial, que es utilizado para asir con moderada torpeza desde los siete u ocho meses, está ya perfeccionado a los diez: el dedo índice parece tomar el comando, extendiéndose hacia sus objetivos (figs. 94, 95 y 96), secundado por el pulgar que entra en escena. Dice André-Thomas: “...estos dos dedos están predestinados, pero una larga experiencia hace el resto, más o menos rápidamente, según las aptitudes y las ocasiones de la utilización”. Más adelante, el mismo autor puntualiza: “...La motilidad de la mano y la prensión no alcanzan su extremo desarrollo hasta el momento en que la actividad del pulgar logra pleno funcionamiento...”.
También cambian a esta edad las motivaciones: el niño deja de interesarse preferentemente por objetos grandes para dirigir su atención a los pequeños, a los mínimos: más que el trozo de pan, que conoce desde meses atrás por su condición de alimento, le interesan las migajas que se han desprendido y se dedica paciente y ahorrativamente a recogerlas. Por entonces, el rostro de la madre como conjunto de rasgos le es familiar; durante meses su observación fue tarea dominante; de modo que ahora puede dedicarse a estudiar concienzudamente los detalles de los ojos, la nariz o la boca, y también los brillantes pendientes que adornan las orejas, o los botones del vestido, o el estampado de la tela.
La mano del niño de diez meses está siempre pronta para señalar, tocar y hurgar, y cuando ase un objeto, luego de la aproximación que subsigue al señalamiento digital, lo hace netamente, con los dedos índice y pulgar. No es todavía, sin embargo, una verdadera pinza, pues ambos dedos quedan extendidos en un mismo plano, por lo que gráficamente Gesell habla de prensión en pinza inferior “tipo tijera”.
Cuando el pulgar acentúa su oposición, el índice se aproxima a él para formar la pinza con las falanges semi flexionadas (figs. 84 y 92), y el objeto, cuando es pequeño, queda a veces aprisionado entre el pulpejo del pulgar y el lado externo de la falange distal del índice: es otra variante, un poco mejorada, de la pinza inferior. Pronto se superan estas imperfecciones, y entre los once y los doce meses aparece la pinza perfecta, semejante a la del niño mayor y a la del adulto, mediante la cual se aprisionan finamente objetos pequeños con los pulpejos del índice y del pulgar. Llegado a este nivel de madurez, un objeto chico, colocado sobre una mesa al alcance del niño es abordado por arriba con precisión, sin que los dedos barran la superficie de apoyo (fig. 97).
En el último trimestre del primer año, si el niño ejercita eficazmente el gateo, suele darse la posibilidad de que la mano, apoyada por la vista y el oído, pueda cumplir por sí misma funciones estáticas y prensiles: visto un objeto, u oído un sonido que de él procede, las manos, actuando como firmes soportes a la par que como propulsores del cuerpo orientan la dirección del desplazamiento; y ya junto al objeto detienen el deambular para asirlo como culminación de la aventura.
En el curso de su evolución el niño ha aprendido a asir los objetos y a recibir los ofrecidos por otras personas, pero tarda más en aprender a soltarlos y a entregarlos. Durante los primeros meses y hasta tanto perdure el reflejo tónico flexor, retiene automáticamente cuanto se le pone en las manos; más adelante, durante el segundo trimestre, cuando lo que tiene en sus manos cesa de interesarle, simplemente lo deja caer durante los movimientos de apertura de los dedos pero sin que haya en ello franca intencionalidad.
Cuando la relajación de los músculos flexores culmina a fines del primer año, el niño está en condiciones de dominar los antagonistas y aprende a soltar voluntariamente los objetos. Ejercita esta nueva aptitud especialmente en el plano vertical, arrojando al suelo los objetos colocados en la mesa de su sillita alta o los que sostiene en su mano al mantenerse de pie junto a la baranda de la cuna o del corralito; y repite el ensayo con entusiasmo una y otra vez.
Pronto aprende a reconocer, al verlos lejos de su alcance, los objetos familiares por él arrojados, y los reclama con señas para reiterar la experiencia apenas le son alcanzados. El ruido que a poco de haberlos dejado caer producen los objetos al golpear contra el piso, es captado también por el pequeño que lo aguarda expectante. Sobre el reflejo innato cocleopalpebral, el ruido de la caída condiciona el cierre de los ojos, aún antes de ser escuchado. Así, los datos que suministran las manos como órganos táctiles y prensores, acompañados y enriquecidos por los aportes de la vista y el oído, colaboran para la formación de nuevas estructuras, y el niño adquiere nociones de espacio y de tiempo, imprescindibles para conocer el mundo que le rodea y para diferenciarse de él.
Falta una etapa aún para que el niño esté en condiciones de dar y no sólo de soltar. Para ello no basta la madurez motriz; se requiere también madurez emocional elaborada a través de experiencias positivas en sus relaciones personales, fundamentalmente con su madre.
Al pedir a un niño de diez a once meses el objeto que tiene en su mano, éste, que comprende el pedido y que sabe soltar, extenderá el brazo, colocará su manecita con elobjeto en la mano del solicitante, y la retirará sin dejarlo.
Hacia el año de edad, el logro siguiente en la maduración normal será la entrega del objeto pedido, pero el niño solamente se decidirá a dar ese paso trascendente, básico para sus futuras relaciones interhumanas, cuando a su vez haya recibido: aprenderá a dar, recibiendo. Junto al aprendizaje manual motor, obviamente necesario, cuenta el conjunto de sus experiencias vitales: si recibió y recibe en forma adecuada alimento, abrigo, afecto; si siente que se le da cuanto es necesario para satisfacer sus necesidades físicas y psíquicas, a su vez sabrá dar, entregar y brindar lo que valora, apenas su madurez psicomotriz lo capacite para ello. De lo contrario, en ese aspecto de la conducta evidenciará un retardo aparentemente motor, pero en realidad de raigambre emocional, producido por falencias, a veces muy sutiles, de las relaciones interpersonales.
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