De Alfredo Jerusalinsky*
El nacimiento de una episteme interdisciplinaria del desarrollo infantil
1971. Hospital Gutiérrez. Servicio de Neurología Infantil. El acento podía ponerse en investigar cuál sería el desarrollo de los “patrones patológicos” para cada patología que afectase el sistema nervioso o bien crear un método clínico que permitiese detectar y comprender el modo singular con el que cada niño se abre camino sorteando sus dificultades para sostener su marcha en dirección a la normalidad. La intención subyacente de tales proposiciones era no sólo la de encontrar el mejor modo de diagnosticar sino principalmente articular formas eficaces de intervención para mejorar las chances de tales niños. En este sesgo, tomar como guía lo atípico en el desarrollo patológico conducía a aceptar de entrada la incurabilidad de cada cuadro, mientras que optar por la singularidad confrontada al desafío de llegar lo más cerca posible de la estructuración normal implicaba la osadía de construir un método de cura de lo que no se cura. La Doctora Lydia Coriat optó por la osadía.
Eran tiempos en que el concepto de neuroplasticidad aún no había nacido. La concepción de un tiempo y forma constante del desarrollo determinado por la condición genética ocupaba un lugar de primacía. A pesar de las demostraciones de Minkowski (1948) acerca de la diferente velocidad de mielinización, en el ambiente intrauterino humano, de las vías ópticas y de las vías auditivas; a pesar de la confirmación que efectuara Igor Essente (1953) de la incidencia de la luz en la velocidad de mielinización de las vías ópticas en gatos; a pesar de la verificación de los cambios radicales en las conductas consideradas instintivas (concebidas, entonces, como determinadas exclusivamente por la herencia genética) en lo concerniente a los comportamientos familiares y sociales de los monos rhesus en los experimentos de aislamiento social realizados por Harlow y Suomi (década de 1970); aún a pesar de la modificación artificial de los mecanismos alimentarios y de los circuitos neurales de la Aplysia californica (caracoles de la costa de California que poseen neuronas de gran tamaño) logrados mediante condicionamiento por Eric Kandal (1953)… En fin, a pesar de las numerosas investigaciones convergentes en la demostración de la plasticidad madurativa en relación con los estímulos que el organismo recibiese, la idea del determinismo genético del ritmo y modo fijos e inamovibles de la maduración nerviosa y del desarrollo, aún se imponía.
Inspirados por todos esos trabajos y por una investigación propia sobre las conquistas madurativas logradas, bajo la incidencia de la estimulación temprana, por niños cuya condición genética lentificaba su desarrollo, acuñamos el concepto de “flexibilidad neuronal” (1976) en la misma dirección de lo que posteriormente sería la neuroplasticidad. Como es habitual, la clínica demostraba anticipadamente lo que la ciencia neurobiológica vendría, más tarde, a confirmar: los procesos madurativos, marcados parcialmente por un “reloj” genético, dependen en su ritmo y configuración de la matriz funcional que el environment le impone. Aunque no sepamos la exacta proporción en que lo constitucional y la experiencia infantil inciden en la modalización del desarrollo, gracias a la experiencia terapéutica y a las más diversas investigaciones en ese campo, hoy sí sabemos que esos dos vectores constituyen siempre y en todos los casos una ecuación variable e inseparable.
La experiencia que el niño tiene con su propio cuerpo durante la primera infancia no deviene solamente de sus automatismos arcaicos (reflejos y disposiciones de función en su SNC) sino también de otras tres fuentes estructurantes: 1) de la percepción y ejercicio que eleva esos automatismos al nivel de la subjetivación, 2) del modo en que sus cuidadores primarios (en general tenemos allí la figura de la madre) transforman esos automatismos en experiencia de satisfacción por la vía del placer, 3) del significado atribuido por el entorno social y familiar a cada conquista madurativa del infans. Es por esa causa que el niño se esfuerza en apropiarse tanto del dominio de su cuerpo cuanto del saber del otro para él mismo tornarse agente de su satisfacción. El desarrollo así concebido no consiste en la espera pasiva de los momentos marcados en el reloj genético ni tampoco como el fruto de la imposición de figuras estandarizadas de la función (sea bajo la forma normal o bajo la forma patológica), sino como un trabajo de conquista y transformación mediante la subjetivación singular del organismo.
El punto de partida para tal concepción orientadora de las intervenciones tempranas en patologías del desarrollo reside en este libro. Efectivamente podemos encontrar en él una cuidadosa descripción de los signos y procedimientos clínicos para evaluar la maduración neurológica y sus consecuentes transformaciones posturales durante el primer año de vida, al mismo tiempo que se analiza el papel que tales transformaciones tienen en la progresión del dominio y reconocimiento del propio cuerpo. Tal perspectiva de hecho abrió campo para el engarce interdisciplinario, por un lado con la psicología cognitiva —especialmente en lo que atañe a las “reacciones circulares primarias” descriptas por Jean Piaget como contribución a la construcción de los esquemas de la inteligencia psicomotriz— y, por otro lado, con el psicoanálisis —en lo concerniente a la estructuración del yo en el “estadio del espejo” conceptualizado por Jacques Lacan un paso más allá del real Ich freudiano.
Esas son las razones que nos llevan a considerar Maduración Psicomotriz en el Primer Año del Niño (1974), de la Dra. Lydia Foguelman de Coriat, un libro fundador de la episteme interdisciplinaria que hasta hoy, en la Fundación para el Estudio de los Problemas de la Infancia (FEPI), practicamos.
Porto Alegre, Rio Grande do Sul, Brasil, en la primavera de 2016.
Dr. Alfredo Jerusalinsky