Prólogo
Los profesionales egresados de nuestras escuelas de medicina, en particular los médicos que completaron residencias hospitalarias, pueden preciarse, y con razón, de un adiestramiento afinado para asistir a enfermos graves. Capacitación valiosa, sin duda, pero parcial. No siempre incluye buen entrenamiento para la atención de patología ambulatoria y a menudo socava sus bases el insuficiente estudio del hombre sano. “El conocimiento del estado patológico no puede obtenerse sin el del estado normal” aseveraba Claudio Bernard. Desconcierta entonces la escasa importancia que las carreras del área médica dan a los parámetros de normalidad como hitos del interjuego salud-enfermedad. Y sorprende realmente el poco lugar que los currículos pediátricos de pre y post grado reservan al “niño normal”, entendido como un sistema de pautas donde ubicar a los niños sanos y enfermos.
Frank Falkner, en “Desarrollo humano”, tras recordar que los términos crecimiento y desarrollo han llegado a convertirse en sinónimos, avisa que “las variaciones individuales normales” abarcan en los niños una gama tan amplia que conocerlas y reflexionar sobre ellas son pasos preliminares obligados para estudiar la patología de la infancia. La advertencia de Melvin Lewis —“enseñar psicopatología antes que el estudiante tenga idea del desarrollo psicológico normal es dejarlo naufragar en un mar de síntomas y signos, sin puntos normales de referencia en que basarse para seguir adelante”— puede ser extrapolada con validez a todos los campos de la medicina infantil. Más aún: no parece aventurado predecir que en los años próximos los conocimientos pediátricos se irán vertebrando en torno a los vectores de crecimiento y desarrollo, procesos interactuantes hasta ser indiferenciales que están reclamando al idioma el neologismo feliz que los aúne.
“La maduración, apunta Ronald Illingworth en “El niño normal”, constituye un proceso continuo desde la concepción hasta la adultez” y alerta que “no debe entendérsela como la presentación sucesiva de acontecimientos importantes”. Proceso continuo, y de una complejidad tan rica, que Wilhelm Preyer, al describir los “movimientos impulsivos” ya reconoció las dificultades de su estudio. Para disminuirlas, no para eludirlas. Bueno es el procedimiento que Hipólito Taine llamaba “método de los sondeos”.
Este libro es uno de esos sondeos. Desde la mirilla de las conductas motoras Lydia Coriat cala el intrincado cañamazo de la maduración infantil. Dedicada durante años a la neurología de la infancia, su experiencia anima cada capítulo. Nos lleva desde las tempestades de reflejos de las primeras semanas hasta las fronteras de los automatismos elaborados y las reacciones conscientes. Con solvencia explaya los progresos motrices del primer año de vida y al consignar, página tras página, la raigambre y el porvenir de cada nuevo logro del lactante, reafirma el acierto con que su maestro Aquiles Gareiso sostenía que la fisiología y patología nerviosa del niño debe ser enfocada desde el ángulo del pediatra más que desde el del neurólogo.
Útil para los distintos trabajadores del área de la salud, este libro será decididamente valioso para pediatras. En especial para aquellos que además del quehacer tradicional de curar enfermedades asumen la responsabilidad de tutores del crecimiento y desarrollo de los niños en cuyo cuidado se comprometen.
Mario G. Roccatagliata