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Maduración Psicomotriz en el primer año del niño

Lydia F. Coriat

Reacciones equilibratorias

Los lactantes pequeños son sensibles a los cambios bruscos de posición pero, aunque al experimentarlos pueden sobresaltarse, llorar y efectuar movimientos desorganizados, sus sinergias no les permiten aún defenderse eficientemente de las caídas.

El aparato laberíntico, órgano central del equilibrio, se mieliniza tempranamente, mucho antes que todos los núcleos de los nervios craneanos. Es indudable que las experiencias de movilización y los cambios de postura durante el embarazo dejan huellas en el sistema neurolaberíntico del feto; sin embargo el recién nacido manifiesta pocos indicios de lucha antigravitaria eficaz. André-Thomas y Saint-Anne Dargassies consideran que es precisamente la falta de equilibrio, de reacciones adecuadas para mantenerlo, el factor que más contribuye a frenar la liberación motriz del lactante.

Es posible seguir paso a paso el progreso de algunas de las reacciones equilibratorias. Así, André-Thomas (1955) y Quirós describen las experiencias de Zador con la mesa basculante: el recién nacido no reacciona a inclinaciones de pequeña angulación; más tarde, entre el décimo quinto y treintavo días, rotará la cabeza en sentido opuesto al de la inclinación; sólo varios meses después el cuerpo acompaña a la cabeza en su rotación.

Schaltenbrand demostró que los reflejos de enderezamiento desempeñan importante papel en la maduración neuromotriz al proveer progresivamente pautas equilibratorias que, conjugadas con otras secuencias del desarrollo, favorecen la ulterior independencia del niño. Ya en 1925 describió las etapas madurativas de los reflejos laberínticos. Resumimos la transcripción que Bobath hizo de este trabajo que concuerda en general con nuestra experiencia:

“Manteniendo al lactante en posición vertical cabeza hacia arriba, con ambas manos en torno a la pelvis, y moviéndolo lentamente a través de diversas posiciones en el espacio, la respuesta es diferente según las edades: el recién nacido presenta débil o nula defensa cefálica ante la gravedad: inclusive los movimientos de elevación que esboza cuando la suspensión ha llegado a la horizontal dorso arriba, se agotan rápidamente y la cabeza cede, flexionándose.

Aunque se nota una progresión desde la segunda semana de vida, los reflejos laberínticos francos sólo se registran desde el segundo mes en adelante. Los niños intentan entonces llevar la cabeza a la posición normal —la cara vertical y la boca horizontal— si se los coloca en cualquiera de las posiciones del espacio. Si se pasa al niño de una posición a otra, da la impresión de que la cabeza se mantiene fija en la posición normal”.

Intervienen en esta reacción aferencias originadas en los otolitos que provocan respuestas motrices de la musculatura cefálica. Más tarde, se suman a los laberínticos los reflejos ópticos de enderezamiento, que los refuerzan, y en algunos casos hasta pueden suplir su ausencia patológica cuando el niño estudiado es vidente. Por eso es conveniente realizar estas maniobras semiológicas manteniendo vendados los ojos del niño: sólo así es posible discriminar entre lo laberíntico y lo visual. De todas maneras, estas acotaciones resultan útiles para recordar la importancia de la vista para la maduración neuromotriz del lactante y, en particular, para el desarrollo del equilibrio.

También describe Schaltenbrand entre los reflejos laberínticos la reacción corporal que consiste en la rotación de todo el tronco hacia un lado cuando se gira pasivamente la cabeza de un recién nacido colocado en decúbito dorsal. Nosotros no la hemos observado. Esa movilización pasiva suele llevar a los miembros superiores a una actitud de esgrimista más neta que cuando existe rotación cefálica activa. Coincidimos con Paine y Oppe en la interpretación de que no es un reflejo, sino la consecuencia de la hipertonía global, fisiológica, de muchos lactantes de pocos días: nunca se presenta la rotación corporal secundaria como la describe Schaltenbrand en lactantes pequeños de moderado o bajo tono muscular.

Hacia fines del cuarto mes o en el curso del quinto se observa una reacción parecida pero con un neto componente cortical. Se trata de una compleja sinergia céfalo corporal que comienza cuando el niño, en decúbito dorsal, percibe con la vista, en la línea media, algún objeto suficientemente motivante que se desplaza hacia un costado sin desaparecer del campo visual. En esas condiciones, comenzando por el reflejo de fijación ocular y siguiendo con el de persecución ocular, la cabeza es impelida a rotar, llegando a presionar y aún a hundirse en el apoyo acolchado, como gráficamente anota Olea. Impedido de continuar la rotación, para alcanzar el objeto apetecido el pequeño aproxima en su ayuda la mano contralateral, y pronto descubre que cruzando las piernas, puede llegar a girar totalmente su cuerpo hasta pasar al decúbito ventral. El buen éxito de la sinergia descripta, difícilmente se logra antes de los siete meses, pero los primeros intentos de esta alineación céfalocorporal constituyen una pauta típica de los cinco meses (figs. 48, 49 y 50).

La madurez de las reacciones equilibratorias requiere un conocimiento mínimo del propio cuerpo a través del ejercicio de los reflejos laberínticos y, en general, de toda la dotación refleja, así como un adecuado acopio de impresiones recibidas desde los receptores periféricos que permita elaborar un esbozo del mundo circundante.

Así interpretan André-Thomas y Saint-Anne Dargassies los mecanismos de esta compleja integración de elementos que tienden, en conjunto, a sentar las bases de la estática del ser humano:

“Todas las reacciones tienen forzosamente por efecto suscitar aferencias propioceptivas, que son recogidas por los centros, y en particular por la corteza cerebral, donde se asocian con las aferencias exteroceptivas, sensitivas y sensoriales. Esta conjugación se establece sin que sea necesario que las impresiones recogidas en la periferia y transmitidas hasta la corteza, franqueen el umbral de la conciencia. Es probable que las relaciones anatómicas y funcionales entre la corteza cerebral y los otros centros, en particular con el cerebelo, requieren un tiempo bastante largo y variable antes de establecerse definitivamente en lo que concierne a la marcha...”.

Durante sus primeros seis meses, el lactante cumple un proceso de integración de aquellas múltiples aferencias; pero así como no tiene conciencia de su individualidad, tampoco posee nociones de los planos del espacio en los que actúa. Hacia el segundo semestre, ya ha bosquejado un incompleto esquema fragmentado de su cuerpo. Ha contactado sus manos reiteradamente en la línea media, frente a la visual, uniéndolas en un arco delimitante de las fronteras de su cuerpo; ha explorado su boca, su abdomen, sus rodillas; y ha descubierto sus pies, cuyo conocimiento perfeccionó con el tacto oral, pues los llevó frecuentemente a la boca: su imagen corporal está en pleno diseño, y cuenta para elaborarla con numerosos esbozos de fragmentos de su cuerpo. En esta etapa de autoconocimiento se hace evidente que crece el interés por su actividad manual, y que sus manos se aprestan a dejar de ser juguetes para convertirse en herramientas: el niño está maduro para ensayar algunas reacciones equilibratorias eficaces.

El paracaidismo, sinergia laberíntica básica del lactante mayorcito, es un reflejo de maduración, como Gareiso y Escardó llaman a los automatismos que el niño adquiere como resultado de su integración neurológica.

Para obtener esta reacción, se suspende horizontalmente al lactante, sosteniéndolo en el aire dorso arriba, firmemente asido de sus flancos por las manos del observador; en estas condiciones, se lo proyecta hacia la mesa de examen, en un movimiento rectilíneo como si se tratara de hacerlo caer oblicuamente de cabeza (figs. 98, 99 y 100).

98
99
100

Durante el primer semestre el niño no efectúa ningún ademán defensivo e inclusive puede llegar a golpear la mesa con su cara porque, como dice André-Thomas, “la mano no ha tomado todavía conciencia del concurso que puede aportar at mantenimiento del equilibrio”; pero, a partir de los seis meses, extiende sus miembros superiores, desde los hombros hasta las manos que aterrizan sobre la mesa protegiendo la cara del posible golpe. Esta reacción postural persistirá toda la vida.

Para el establecimiento del paracaidismo intervienen el aparato laberíntico y el sentido de la vista: los niños ciegos, aún cuando su madurez neurológica sea normal, tardan más en desarrollarlo, posiblemente por su escaso conocimiento del espacio circundante. En el momento de la prueba, no perciben el plano de la mesa, que parece aproximarse a la cara de los niños videntes (Coriat y col.)

La descrita es la maniobra clásica para obtener el paracaidismo, poniendo a prueba el laberinto y la visión tal como la describen André-Thomas y col. con el nombre de reflejo a la precipitación. Pero puede reconocerse la misma reacción a través de las actitudes que el niño, desde el segundo semestre, adopta en diversas situaciones que desafían su estabilidad.

El lactante que previamente inducido a sentarse cayó hacia adelante o a los lados y pudo extraer experiencias de esos episodios, hacia los seis meses, sentado sin sostén, tiende ahora los brazos, aplicando sus palmas abiertas sobre el plano de apoyo, junto a sus piernas o en el ángulo abarcado por ellas; el tronco se inclina hacia adelante, dibujando una moderada cifosis dorso lumbar (fig. 67).

Aquí también coadyuva la vista: durante los primeros ensayos el niño se mantiene firme solamente cuando dirige la mirada hacia adelante, y suele caer si, distrayéndose, la desvía hacia arriba o a los lados.

La inestabilidad inicial se manifiesta también al imprimir sobre uno de los hombros un suave impulso hacia un costado: al principio el niño suele caer en el sentido impreso por dicho impulso; pero a medida que la experiencia postural avanza, aumenta su tono extensor, lo aleja del cuerpo, y amplía la base de sustentación por medio de lo que la escuela francesa llama reacción de apuntamiento (fig. 101).

101

Algo similar ocurre cuando se empuja suavemente al niño hacia atrás ejerciendo presión sobre el tórax: el lactante de seis meses cae hacia atrás; pero, ya mayorcito y ejercitada la posición sedente, aprende a apuntalarse desplazando automáticamente hacia atrás sus miembros superiores extendidos e imprimiendo a los antebrazos movimientos de pronación a los que acompañan las manos con otros de rotación interna.

Reacciones similares se obtienen cada vez que la estabilidad corre peligro por variar la inclinación del plano sobre el que está sentado el niño, como lo demostró experimentalmente Zador en su mesa basculante, o cuando la vista cambia rápidamente de orientación al perseguir un objeto que se desplaza ligero.

El paracaidismo no es un reflejo, sino una compleja sinergia —término empleado por Lamote de Grignon y por Olea para las series de reacciones concatenadas— que exige para expresarse la concurrencia de una serie de condiciones anatómicas, funcionales y experienciales. Hoffer señala la importancia de las primeras asociaciones mano-boca para la ulterior integración de la mano y la vista con el sentido del equilibrio. Por su parte, André-Thomas y Saint-Anne Dargassies jerarquizan al paracaidismo con los siguientes términos:

“...es una innovación, pero el gesto ha estado precedido más de una vez por caídas laterales donde el niño ha caído y se endereza con ayuda del miembro superior. Hay aprendizaje: se puede apreciar la continuidad del desarrollo intelectual y la aplicación técnica del plan o del esquema práxico”.

De acuerdo a lo antedicho, se comprende como la ejercitación temprana puede acelerar el establecimiento del paracaidismo en niños normales a partir del quinto mes de vida e, inversamente, cómo la falta de estímulos posturales lleva a retardar su aparición.

Cumplidos los ocho o nueve meses, el niño no requiere el apoyo de sus miembros superiores en posición sentada, y el paracaidismo sólo reaparece ante emergencias que ponen en riesgo la estabilidad. Se llega a esta madurez postural a través de una rápida progresión: después de practicar cerca de un mes la actitud de sentado con apoyo de sus manos, el niño puede disminuir la base de sustentación posando sus manos en los muslos y no en la mesa. Ello permite al tronco enderezarse, borrar su cifosis transitoria y comenzar el diseño de las curvaduras definitivas del raquis: levemente convexa la dorsal y cóncava la lumbar. Luego, una mano es liberada por instantes cuando el lactante encuentra motivaciones que le impulsen a utilizarla para asir objetos arriesgando su estabilidad. Poco a poco, a medida que enriquece su experiencia postural y adiestra su sentido de equilibrio, prolonga los momentos de apoyo unilateral, hasta que ensaya y consigue liberar ambas manos (fig. 93).

En posición erecta el papel de los miembros superiores en la defensa contra las caídas se manifiesta de diversas maneras: al caer hacia adelante, el niño del segundo semestre los extiende y reedita la respuesta a la maniobra semiológica del paracaidismo: si cae hacia atrás, queda sentado, apuntalado por ambos brazos que, extendidos, alcanzan el plano de apoyo. Mantenido erecto, sosteniéndolo el observador por el tronco, en la extensión y abducción de sus miembros superiores se hace evidente la tensión que desencadena inicialmente esta postura, nueva para el lactante de seis meses: evidentemente está a la búsqueda de sostén. En efecto, colocado el pequeño próximo a algún objeto firme, como la baranda de la cuna, busca asirse a él con firme prensión voluntaria.

Colocado en decúbito ventral, el niño de esta etapa madurativa va ejercitando la extensión de sus miembros: los inferiores, al extenderse totalmente a partir de las caderas, toman contacto amplio con la mesa y brindan buen apoyo al resto del cuerpo, asumiendo en forma creciente las funciones estáticas que les son propias. Por su parte los miembros superiores también abandonan progresivamente la actitud de flexión que mantenían durante el “balconeo”, pero lo hacen cautamente: primero el de un lado, semanas después el del otro, pasan a funcionar como palancas que, al despegar el tórax del plano de la camilla, orientan al niño hacia la actitud erecta que ya adopta en las posiciones sentada y de pie (fig. 73).

Cuando los miembros superiores, en su nuevo papel de soportes, adquieren firmeza y soltura, los inferiores se flexionan, apoyan sobre rodillas y pies, y separan el cuerpo del plano de apoyo. Es la actitud de gateo, innovación propia de los nueve a once meses. Si el medio lo facilita, el niño pronto utilizará esta nueva adquisición para desplazarse (figs. 75 y 79).

La posibilidad de extender los miembros superiores en este período proporciona nuevas ventanas al mundo: en la medida en que cada posición pueda ser largamente mantenida gracias a la protección de las reacciones laberínticas apoyadas por la visión, las manos inician una incansable exploración del entorno que culmina a fines del primer año.

En el segundo semestre de vida el niño se enriquece a través de nuevas experiencias que lo llevan al conocimiento del espacio concreto inmediato: en decúbito dorsal continuará explorando su cuerpo primero y los objetos a su alcance, después; en decúbito ventral, rasguñará el plano de apoyo y manipulará juguetes, intentando alcanzarlos si están alejados; sentado, observará cuanto le rodea desde el mismo plano en que lo hacen los niños mayores y los adultos, y se adentrará en el intrincado mundo de presencias, desapariciones y reencuentro de personas y objetos; en posición recta, en fin, buscará nuevos puntos de apoyo manual para aprender luego a soltarlos y a recuperarlos cuando los necesite, e introyectará la noción de que la mano debe alternar las funciones estáticas con las prensiles, las cuales progresivamente, irán adquiriendo mayor jerarquía a expensar de aquellas.

El concepto dinámico de lo que son las funciones equilibratorias está expresado en el siguiente párrafo de Henri Wallon:

“… en realidad, bajo su aspecto rígido de puntos de apoyo, el equilibrio no es más que un sistema incesantemente modificable de reacciones compensadoras que parecen en todo momento modelar al organismo frente a las fuerzas opuestas del mundo exterior…”

El equilibrio permite multiplicar los contactos con el exterior, y a través de ellos, se enriquece el niño con fascinantes descubrimientos con los que va estructurando su incipiente personalidad. Dotado de eficaces reacciones equilibratorias, el pequeño puede tomar por asalto, sin temor a accidentes, el espacio y su contenido.

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